Mi retiro en Blue Diamond

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El día a día en la urbe, con sus tiempos, su ritmo frenético, sus jornadas interminables. Me hacían soñar con hacer un paréntesis temporal. Parar y encontrarme a mí misma. Cogí las maletas, recordé lo que era  imprescindible: camisas de lino, mis chanclas balinesas, bikinis, protector solar… y emprendí  la huida al paraíso.

En el aeropuerto, comprobé que lo llevaba todo conmigo: pasaporte, billetes. Ya con la tarjeta de embarque, respiré hondo y perdí la mirada en el horizonte. Mentalmente recorría los kilómetros que me separaban de mi destino. Blue Diamond. Blue Diamond, no veía la hora de llegar de descalzarme y hundir los pies en esa suave arena blanca, que tanto me recuerdan al azúcar.

Madrid – Cancún, 10 horas reclinada en mi butaca, coqueteando con el sueño, la película que no acierto a adivinar de qué se trata y la revista. Sólo me consuela  pensar que me acerco a mi destino.

Hacía años que no visitaba Cancún. Su aeropuerto me hizo caer en la cuenta de que ya estaba allí… ¡por fin! El agente que selló el pasaporte me sonrío y me deseó una feliz estancia. Le devolví la sonrisa como una promesa…”lo haré”.

Llegar a Playa del Carmen no supuso mucho tiempo… El simpático taxista me dejó a la puerta de un hotel que ya a mi llegada sobrepasó todas mis expectativas. Tras el check in, me condujeron a mi suite… me quedé sin palabras. Nunca antes había visto que un lugar reuniera tanta armonía entre su arquitectura y la naturaleza que lo envolvía.  Mi suite tenía vistas a un cenote; para  aquellos que no lo sepan, un cenote es un pozo de agua dulce creado por la erosión de la piedra caliza. Para el mundo maya eran fuentes de vida, rodeados de un ambiente místico y sobrenatural.

Deshice las maletas, y me tumbé sobre la cama. No pude evitar quedarme dormida en seguida. Nunca antes había disfrutado de una cama igual… un colchón mullido, almohadas amplias, sábanas de lino.

Me desperté por la mañana, con la sensación de haber descansado. Mi cama me envolvía, tenía la sensación de fundirme con el colchón en un tierno abrazo protector. Salir de la cama, más que nunca, era de valientes. Desdé que llegué, el trato y la atención recibida era tan exquisita que me hacía sentirme una verdadera princesa escapada de las mil y una noches. Tenía la convicción de que incluso Sherezade me hubiera envidiado.

Salí a la terraza para saludar al nuevo día, terriblemente agradecida por lo que estaba viviendo. En la terraza un jacuzzi con espléndidas vistas, sin dudarlo, me zambullí en él, mientras escuchaba el arrullo de los pájaros. Nunca antes había visto así el amanecer, nunca antes me había sentido en esa conexión tan profunda conmigo misma y con la naturaleza que me envolvía.

Llamaban a la puerta, me coloqué mi albornoz y allí estaba el servicio de habitaciones, solícito y diligente como era habitual. Empezaron a descubrir las bandejas, todo parecía exquisito, infusiones, zumos frutales, frutas tropicales finamente troceadas, el olor del pan recién hecho, pasteles… Aquellas exquisitas viandas invitaban a comer, aún a riesgo de engordar 10 kgs.

Tras el desayuno me dirigí al baño. Aún allí la naturaleza se hacía la encontradiza conmigo, en el interior del baño, un patio al aire libre con plantas y aves. Mientras yo me acicalaba y me preparaba para empezar mi jornada, esas pequeñas criaturas me miraban con curiosidad y seguían regalándome gorjeos, cantos y arrullos. ¡Qué sensación de estar a solas en plena naturaleza! ¡Qué lejos quedaban mis prisas, el metro, las interminables reuniones! En este privilegiado lugar, la naturaleza parecía toda para mí y yo toda para la naturaleza.

El stress que había traído conmigo empezó a disiparse. Había empezado a paladear este relax, impregnándome de la mágica atmósfera de este lugar, quería zambullirme del todo en este universo de sosiego y tranquilidad que Blue Diamond me ofrecía. No quería, ni podía parar… Avisé en recepción, para que me recogieran y dirigirme al Spa. Tan sólo unos minutos más tarde, el buggy estaba en la puerta de mi suite; con una sonrisa, Jeffrey me invitó a subir. El trayecto fue indescriptible, el sendero se abría paso entre la selva, atravesamos lagunas. El agua era un elemento omnipresente en todo lugar: lagunas, cenotes, mar, piscinas, fuentes… aportando esa sensación de frescura. La brisa me acariciaba y refrescaba el rostro, trayendo consigo aroma a dama de noche y otras flores que jamás había visto.

Toda una experiencia sensorial. Mis sentidos abrumados ante aquel espectáculo, la vista, el tacto, el olfato, el gusto, el oído.

A la entrada del Spa me esperaban dos señoritas y un caballero con una cálida sonrisa de bienvenida. Con su acostumbrada amabilidad me ofrecieron té helado y zumos de frutas tropicales, ni que decir tiene que todo estaba delicioso. Me invitaron a seguirles y me condujeron hacia una sala de relax. Una suave música sonaba de fondo y el aroma a aceites esenciales flotaba en el ambiente. Todo era tan agradable. Sólo acababa de llegar y ya empezaba a saborear esa sensación de bienestar.

Con un tono de voz dulce y agradable, casi como un susurro, se dirigió a mí una chica de tez morena y mirada penetrante; tenía el pelo recogido en la nuca. Su uniforme de corte oriental blanco e impecable la dotaba de una particular elegancia. Con una sonrisa asentí y la seguí a los vestuarios. Allí me facilitó un albornoz, una toalla y, para mi sorpresa, un neceser completísimo. Lo abrí, contenía todo lo que podría necesitar además de aceites esenciales para el masaje. Ni que decir tiene que los conservé como un tesoro…

Ya con el albornoz, la seguí hasta la sala de masaje. No podría decir que se trataba de una cabina. Había estado en cientos de ellas, pero nada era comparable. Se encontraba al aire libre, era un paraje natural, la temperatura era perfecta, de vez en cuando corría una ligera brisa, que traía consigo mil aromas. La curiosa sinfonía de las aves, a modo de hilo musical, se mezclaba con el silencio.

Me dieron cinco minutos, para deshacerme del albornoz y tumbarme en la camilla. Transcurridos ese lapso de tiempo, me preguntaron mis preferencias por un masajista masculino, o bien, femenino. Me tocaba decidirme entre fuerza y delicadeza. Recordando las tensiones de mi espalda, fruto del día a día de prisas, reuniones y “deadlines”, me decanté por unas fuertes manos masculinas.

La única luz que había en ese lugar, era la que proporcionaban las velas. Silencio, apenas interrumpido por los pájaros, y el masajista que con un leve susurro se dirigía a mí. Me dieron a escoger entre las esencias a utilizar en el masaje, en un cuenco depositaban las esencias que me daban a inhalar: vainilla, maderas, bergamota, incienso, sándalo, lavanda, mirra, salvia…

Luego las experimentadas manos ungían mi cuerpo con los aceites que pretendían restaurar el vigor de mi cuerpo y de mi mente exhausta. Piernas, espalda, cuello, brazos. Las manos se abrían paso en mi anatomía y mi musculatura volvía a ocupar su posición correcta. La certeza de que todo volvía a estar en su sitio y yo, agradecida, me reconciliaba con mi cuerpo.

Agradecida, esa era la palabra. En medio de ese silencio, de esos aromas que se llevaban mis prisas, mis tensiones, disfrutando cada minuto de la catarata de sensaciones que brotaban a cada instante. No deseaba estar en ningún otro lugar en ese momento.

Fueron 45 minutos, eso al menos decía el reloj. De nuevo, con un susurro, se despedía de mí el masajista, invitándome a permanecer allí el tiempo necesario y dándome las gracias por mi visita. ¿Gracias a mí? Era yo la que se sentía profundamente agradecida. No podía moverme. Romper con esa quietud era una ardua tarea. Poco a poco, fui haciéndome a la idea y, aun saboreando ese bienestar, me embutí en el albornoz y con una sonrisa renovada, emprendí el camino de vuelta a mi habitación. Me costaba trabajo hablar, pero con una sonrisa, mezcla de complicidad y gratitud, me despedí de todos los que encontraba a mi paso.

El camino de vuelta a la suite fue en silencio. Escuchaba a Jeffrey que me hablaba sobre el lugar, me indicaba el nombre de los pájaros, de las flores. Yo asentía y sonreía. Debía de estar acostumbrado a que sus pasajeros se mantuvieran en silencio a la vuelta.

Al dejarme en la puerta de mi suite, me preguntó a qué hora estaría lista para la cena. A las 8 le dije y me despedí de él.

Me miré en el espejo, me veía distinta, había resurgido como el ave fénix y volvía con más ganas que nunca. Irradiaba belleza, había en mí algo luminoso… y empecé a buscar en el armario lo que llevaría a la cena. Yo y mis prisas, ¡había olvidado un vestido de noche! Me dirigí a la boutique del hotel y escogí un vestido de seda rojo, unas sandalias doradas y un foulard de gasa.

A las 20:00 horas como Jeffrey había prometido, apareció a la puerta de la suite. Nunca tan bella princesa tuvo tal corcel, pero una princesa que se precie debe adaptarse a todas las circunstancias.

Me condujo al restaurante principal, Ámbar, y una vez más, el lugar me sobrecogió. En el centro una cúpula desde la cual se podía admirar el cielo. ¿Qué más podía pedir que cenar bajo las estrellas? La noche era espléndida y escogí sentarme en la terraza, las vistas eran magníficas.

Acepté la recomendación del maitre, una exquisita langosta a la plancha acompañada de un vino blanco con un toque afrutado, ojalá pudiera recordar el nombre.

En la laguna, los caimanes se abrían paso y salpicaban de agua a sus congéneres. Las aves picoteaban el agua a la caza de insectos y pececillos. Contemplarlos era todo un espectáculo.

El violinista blandía con agilidad su arco en el aire y arrancaba con maestría melodías a su violín.

Recorría mentalmente todas las imágenes de mi estancia, las sensaciones, me parecía un sueño estar viviendo aquello. No quería despertar. Deseaba con todo mi ser convertirme en parte de ese lugar. Despertarme cada mañana con la misma luz, los mismos aromas. Deseaba que esos sonidos formaran parte de la banda sonora de mi vida hasta el final de mis días.

Tras el postre, por supuesto de chocolate, me dirigí hacia mi habitación. Bajo las estrellas, con los ruidos de la noche, todo cobraba un nuevo encanto. Salí a la terraza y pasé gran parte de la noche contemplando las estrellas. ¡Qué poco tiempo tenía habitualmente para eso! Parecía que las viera por primera vez. Intenté reconstruir el mapa de las galaxias: Osa Mayor, Osa Menor, me pregunté donde se encontraba Venus y, en mi intento, me quedé dormida. De madrugada, volví al interior, me sumergí entre las sábanas, dejándome abrazar por ese mullido colchón.

Abrí los ojos hacia las 8 de la mañana, y me dije – “no tengas prisa, no hay prisa”- y volví a cerrarlos, capturando de nuevo el sueño. A las 10 me dije, tiempo de nadar. Salté de la cama esta vez, corrí al baño y me coloqué mi bikini favorito. Repasé mentalmente, lo llevaba todo, y el buggy me dejó en la piscina. Otra vez, aquel lugar me dejaba totalmente impactada. En un ambiente chill out, tumbonas amplias y cómodas rodeando una piscina sin bordes, infinity pool, que visualmente se confundía con el mar, a tan sólo 10 metros. Tardé un segundo en escoger la tumbona mejor estratégicamente situada, y tomé posesión de ella. La caricia del sol, la brisa del mar, el verde de la vegetación, y el exquisito servicio del bar, que ponía a mi disposición, combinados de zumos tropicales. Iba a ser muy duro marcharse de allí…

Tras unas horas de sol en la piscina, decidí darme un paseo por la playa. Había estado anteriormente en el Caribe, pero esta playa era singular. Kilómetros de arena blanca, cocoteros, aguas turquesas… Decididamente, si fuera reina, ese sería mi reino y defendería con mi vida la inalterabilidad de aquel lugar.

Al atardecer, aún en la piscina, decidí brindar con champagne helado por aquel lugar y aquellas gentes que habían hecho que mi estancia fuera tan especial. La música de fondo, el gorjeo de los pájaros, el susurro del mar invadía mis sentidos. Miré al mar y alcé mi copa: gracias.

Esta vez, escogí para cenar, el Ceviche Bar, de una manera más “casual” a pie de playa, disfruté de un exquisito ceviche y una cerveza bien fría.

Temprano me fui a dormir, a mi deseado encuentro, con la mullida cama, de grandes almohadones, y delicadas sábanas. Al día siguiente al medio día tenía que despedirme de aquel lugar. En pocos días, se había convertido en entrañable para mí. Guardaría su recuerdo como un tesoro. Mi refugio seguro, donde escapar cuando mi entorno se volviera caótico.

A la mañana siguiente, visité por última vez el cenote, la laguna, la playa y prometí solemnemente que volvería.

Me dirigí al SPA para un nuevo masaje. Esta vez uno energizante, para volver llena de vida a mi ciudad, a mis retos, a mi día a día.

Tengo que reconocer que, al principio, me costó mucho tomar la decisión de viajar. Pero mi mente lo necesitaba y, este pequeño paréntesis, me ha aportado una sensación de relax que me ha permitido recuperarme rápidamente.  Sin duda ninguna, repetiré. Tengo que decir que durante estos días en Blue Diamond he tocado el cielo.

 

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